
Una historia realista que viven miles de madres, pero contada desde una sola voz.
Cuando nació Mateo, todo el mundo decía lo mismo: “Disfruta cada momento, que se pasa volando.” Pero para Ana, la frase sonaba como una instrucción imposible. Había pasado por un embarazo complicado, con náuseas hasta el último mes, nervios constantes y miedo a que algo saliera mal. Cuando por fin tuvo a Mateo en brazos, el amor fue instantáneo… pero también lo fue el cansancio.
El hospital había sido un refugio extraño: ruidos constantes, enfermeras entrando y saliendo, luces que nunca se apagaban. Pero había algo tranquilizador en saber que, si algo pasaba, había un equipo completo a unos pasos. Por eso, cuando llegó la hora de irse a casa, Ana sintió un nudo en el estómago.
La primera noche comenzó mucho antes de que oscureciera.
Ana y su pareja, David, llegaron al apartamento casi en silencio. El auto aún estaba lleno de bolsas del hospital, flores, globos y regalos. Mateo dormía profundamente en el portabebés, ajeno a la nueva vida que lo esperaba.
—¿Lo dejo en la cuna? —preguntó David, con una mezcla de miedo y ternura.
—Sí… creo que sí —respondió Ana, aunque no estaba segura de nada.
Habían preparado la habitación semanas antes: paredes color crema, una cuna de madera clara, un móvil con estrellitas y una silla mecedora que Ana había imaginado usar todas las noches. Pero ahora que estaban allí, todo parecía demasiado perfecto para un bebé tan real.
David dejó a Mateo en la cuna con un cuidado exagerado, como si cualquier movimiento brusco pudiera romperlo. Ana lo observó desde la puerta: estaba tan pequeño, tan frágil, tan callado.
“¿Será normal que esté tan callado?” pensó.
Y esa fue la primera de mil preguntas que vendrían después.
A las 7 de la noche, Ana ya estaba agotada. Entre la lactancia, la incomodidad postparto y la ansiedad creciente, sentía que su cuerpo era otro. Decidió ducharse antes de que comenzara “la noche de verdad”. Mientras el agua caliente caía sobre su espalda, Ana dejó escapar un llanto silencioso que llevaba guardado desde el hospital.
No sabía si lloraba de felicidad, miedo o ambas cosas.
Cuando salió, escuchó el llanto de Mateo por primera vez desde que llegaron a casa.
Corrió a la habitación. David ya lo tenía en brazos, pero el bebé lloraba con fuerza.
—No sé qué le pasa… —dijo él, nervioso.
Ana lo tomó con delicadeza y lo pegó a su pecho. Mateo se calmó un poco, pero no del todo.
Intentó amamantarlo, pero él lloraba, se soltaba, buscaba, se volvía a soltar. Ana sintió que se le apretaba el corazón.
—¿Y si no tengo suficiente leche? —dijo casi en un susurro.
David la miró con preocupación.
—Amor, tranquila. Lo estás haciendo bien.
Pero Ana no se sentía así.
Tras varios intentos, Mateo finalmente se enganchó y comenzó a mamar. Ana respiró profundo. David la observaba con una mezcla de admiración y preocupación. Esa escena, tan simple, se sintió como una pequeña victoria.
La noche avanzó entre micro-siestas interrumpidas.
A las 11:30 p. m.
A las 1:10 a. m.
A las 3:45 a. m.
A las 5:00 a. m.
Cada llanto parecía traer un nuevo reto: cambiar pañales en la oscuridad, aprender a distinguir si lloraba por hambre, frío, sueño o simplemente porque sí.
A las tres de la mañana, Ana estaba en la mecedora, con Mateo en brazos, y el cuarto solo iluminado por una lámpara tenue. David dormía, rendido, en la cama. Ana miraba a su bebé, que por fin estaba tranquilo, y sintió una oleada de emociones difíciles de describir.
Estaba feliz.
Estaba cansada.
Estaba asustada.
Estaba enamorada de un ser que apenas podía ver bien.
Estaba segura… y a la vez completamente perdida.
De repente, Mateo hizo un pequeño ruido, una especie de ronquido suave, y Ana sintió que su corazón se detenía.
“¿Es normal?”
“¿Está respirando bien?”
“¿Y si algo pasa mientras duermo?”
Se levantó de nuevo, lo acercó a su pecho y lo observó de cerca. Estaba bien. Solo estaba vivo. Respirando como un recién nacido. Pero ese pequeño ruido se quedaría grabado en su memoria durante meses.
Al amanecer, Ana seguía desvelada. El sol entraba por la ventana y la hacía sentir como si hubiera sobrevivido a algo inmenso. Porque lo había hecho.
David se despertó y la encontró con Mateo aún en brazos.
—Amor… ¿dormiste algo?
Ana negó con la cabeza.
—Pero míralo —dijo, con una sonrisa que le temblaba en los labios—. Está tan perfecto…
David se sentó a su lado y la abrazó suavemente.
—Lo estás haciendo bien. Lo estamos haciendo bien. Un día a la vez.
Ana apoyó la cabeza en su hombro.
—Tengo miedo —confesó—. No sabía que podía amar tanto… ni tener tanto terror a la vez.
David besó su frente.
—Entonces eres mamá.
Esa mañana, mientras desayunaban tostadas frías porque nadie había tenido tiempo de calentar nada, Mateo durmió profundamente en la cuna.
Ana lo miraba desde la mesa.
—¿Sabes algo? —dijo de pronto, rompiendo el silencio—. Creo que esta fue la noche más larga de mi vida.
David rió.
—Dicen que las primeras semanas son así.
Ana sonrió, cansada pero en paz.
—Pues sobrevivimos a la primera.
Y aunque la casa estaba desordenada, ella llevaba el cabello hecho un desastre, y las ojeras parecían marcadas con tinta indeleble, Ana sintió algo nuevo:
una certeza pequeña, frágil, pero real…
Podía hacerlo.
No sabía cómo, ni con qué fuerzas, pero podía.
Porque el amor que sentía por Mateo —esa mezcla de miedo, ternura, responsabilidad y magia— era más grande que cualquier duda.
Sí, la primera noche había sido caótica, cansada y llena de lágrimas.
Pero también había sido el inicio de una historia que apenas comenzaba.
La historia de una madre que, como tantas otras, aprende a serlo paso a paso.
Una noche a la vez.


