
El sol comenzaba a esconderse detrás de las montañas cuando Laura apagó la estufa y dejó la cena servida. La casa estaba en silencio, y aunque esa quietud había sido su aliada durante años, últimamente le pesaba. Miró la mesa: dos platos, dos vasos, dos sillas. Una ocupada, otra vacía. Esa imagen era un recordatorio constante de los cambios que, poco a poco, habían transformado su vida desde que su hija, Sofía, comenzó la adolescencia.
Sofía había sido siempre una niña tranquila, curiosa, con una risa contagiosa y un brillo en los ojos capaz de iluminar los días más nublados. Pero con el tiempo, ese brillo se había hecho más raro. No por tristeza, sino por la vida misma: amigos nuevos, intereses nuevos, una independencia inesperada que a Laura la tomaba por sorpresa.
Esa tarde, Sofía no había vuelto aún. Le había escrito un mensaje: “Mami, voy a estudiar donde Valeria. No me esperes.” No era la primera vez. Laura suspiró y decidió cenar sola. Se sirvió un poco de arroz y pollo, se sentó y dio el primer bocado. Pero su mente no estaba en la comida, sino en la silla vacía frente a ella.
Después de cenar, recogió sin apuro. Lavó los platos como si cada movimiento le ayudara a ordenar también sus pensamientos. Desde hacía semanas sentía un nudo en el pecho, una sensación difícil de explicar. Era algo parecido al orgullo y al miedo mezclados. Sofía estaba creciendo, avanzando, buscando su propio camino. Eso estaba bien. Era lo que cualquier madre quería. ¿Entonces por qué le dolía tanto?
A las nueve y media escuchó la puerta abrirse. Sofía entró con una sonrisa distraída, aún hablando por el celular.
—Sí, mañana te paso la tarea… —dijo, riendo—. Dale, hablamos luego.
Colgó.
—Hola, mami.
—Hola, mi amor —respondió Laura, intentando sonar normal—. ¿Cenaste?
—Sí, donde Valeria. Su mamá hizo lasaña. Estaba buenísima.
Laura asintió, forzando una sonrisa. La conversación quedó ahí. Sofía subió a su habitación a seguir estudiando. La casa volvió al silencio.
Esa noche, Laura no pudo dormir bien. Se quedó mirando el techo, recordando cuando Sofía era una bebé y la llamaba por cualquier cosa: para dormir, para comer, para jugar. Recordó las caídas tontas, los abrazos sin razón, las preguntas interminables. “¿Mami, por qué el cielo es azul? ¿Por qué tú sabes todo? ¿Por qué yo no quiero dormir?” Ahora, en cambio, las preguntas habían desaparecido. O quizás tenía otras personas para hacerlas.
A la mañana siguiente, mientras preparaba café, escuchó a Sofía bajar las escaleras.
—Mami, hoy salgo temprano del colegio —dijo mientras se hacía un sándwich—. Voy a ir al cine con unas amigas. ¿Puedo?
Laura se quedó mirándola un momento. No quiso sonar controladora ni molesta.
—Sí, claro que puedes.
Sofía sonrió, pero era una sonrisa rápida, de compromiso. La misma que se le da a alguien que se quiere, pero que no se escucha realmente.
Cuando Sofía salió, Laura se quedó sola otra vez. Y esa silla vacía, la de siempre, volvió a mirar hacia ella. Dejó escapar un suspiro, tomó su taza de café y se sentó. No sabía exactamente qué estaba pasando, pero intuía algo: no era solo que Sofía creciera… era que ella, Laura, no sabía cómo acompañarla sin sentirse excluida.
Durante los días siguientes, la rutina fue la misma. Sofía entraba y salía. A veces cenaba en casa, a veces no. A veces hablaban, a veces apenas intercambiaban dos o tres frases. El silencio se volvía más pesado, como si entre ambas hubiera un muro invisible que ninguna sabía cómo derribar.
Una noche, Sofía llegó tarde. Más tarde de lo habitual. Laura estaba sentada en el sofá, esperándola.
—¿Dónde estabas? —preguntó con voz suave pero firme.
—Mami, te dije que iba a salir con mis amigas.
—Sí, pero ya es tarde.
—Ay, mami, tengo dieciséis, no soy una bebé.
Las palabras fueron como un golpe. No por su dureza, sino por su verdad.
—Lo sé —susurró—. Solo me preocupo.
Sofía frunció el ceño, pero no respondió. Subió a su cuarto. Laura permaneció unos minutos en el sofá, sintiendo que, por más que quisiera explicar su preocupación, las palabras no le salían.
Más tarde, mientras Sofía dormía, Laura se acercó a su habitación para apagar la luz del pasillo. La puerta de Sofía estaba entreabierta. Laura miró hacia adentro y vio algo que le apretó el corazón: Sofía dormía abrazada a un peluche viejo, uno que había tenido desde niña. A veces, las adolescentes crecían por fuera, pero no tanto por dentro.
Al día siguiente, un sábado, Laura decidió hacer algo diferente. Preparó el desayuno favorito de Sofía: tostadas francesas con fresas. El olor llenó la casa. Sofía bajó, sorprendida.
—¿Y esto?
—Pensé que podríamos desayunar juntas —respondió Laura, con una sonrisa sincera.
Sofía dudó un segundo, pero se sentó.
Comieron en silencio unos minutos. Luego, Laura habló.
—Sofía… sé que estás creciendo. Y me siento muy orgullosa de ti. Mucho. —Ella levantó la vista—. Pero también estoy aprendiendo cómo ser mamá de una adolescente. No quiero molestarte ni detenerte, pero a veces… te extraño.
Sofía se quedó inmóvil, sin saber qué decir. Después de unos segundos, dejó el tenedor a un lado.
—Mami… yo también te extraño.
Laura parpadeó, sorprendida.
—Solo… todo está cambiando tan rápido —continuó Sofía—. Y a veces siento que si te cuento mis cosas, vas a preocuparte demasiado… o te voy a decepcionar.
El corazón de Laura se quebró un poco.
—Mi amor, nunca podrías decepcionarme. Y si me preocupo, es porque te amo. Pero prometo escucharte sin juzgarte. Solo quiero estar para ti.
Sofía la miró, con esos ojos que aún tenían un toque de la niña que había sido.
—¿Podemos intentarlo otra vez? —preguntó.
Laura asintió.
—Siempre.
Ese día salieron juntas a caminar. Fueron a una cafetería que solían visitar cuando Sofía era pequeña. Hablaron de la escuela, de sus amigas, de sus miedos y de sus sueños. Fue como si ambas se reencontraran después de un largo viaje. Un viaje que, sin saberlo, habían hecho una al lado de la otra, pero sin verse realmente.
Esa noche, al sentarse a cenar, Laura notó algo diferente. La silla frente a ella ya no se sentía vacía. No porque Sofía la ocupara físicamente, sino porque, por primera vez en mucho tiempo, sentía que la distancia entre ellas se había acortado.
Y entendió algo que cambiaría para siempre su manera de ver la maternidad:
Los hijos crecen, sí, pero el amor también. Y a veces la distancia no se mide en pasos, sino en silencios. Y esos silencios pueden romperse, siempre que alguien tenga el valor de hablar primero.


